El
código penal peruano tipifica como delito de estafa a aquella conducta humana a
través de la cual un sujeto, por medio de engaño o artificio procura para sí o para un tercero
un provecho patrimonial en perjuicio ajeno.
Si
bien el estudio de las diversas clases de estafa que nuestro ordenamiento
jurídico penal ha regulado resulta de gran importancia para la cultura jurídica
del estudiante de derecho, lo que me interesa aquí es puntualizar y describir
la personalidad de aquellos sujetos que, por decirlo de alguna manera, tienen
en la realización de estafas su estilo de vida. Para poder indagar acerca de
qué es lo que inclina y muchas veces determina a un hombre a vivir estafando no
se deben tomar hechos completamente aislados del individuo estudiado, sino que
se debe evaluar todo el conjunto de su existencia.
La
personalidad del estafador tiene como un componente esencial al egoísmo.
Ciertamente la persona egoísta vive por y para uno mismo, pensando
únicamente en el bienestar propio, aunque con ello afecte a los demás.
El estafador tiene su propio interés por en encima de cualquier valor y en su
ruindad no tiene la más mínima piedad con nadie. Nada tiene más importancia que
lo que a él lo beneficia materialmente. Así, su codicia deja todo de lado y
generalmente con tal de ver logrado su propósito no considera ni valora la
amistad ni los lazos familiares.
Como
es de esperar ante el resto de la gente el estafador disimula totalmente. Él no
deja traslucir esos componentes de su personalidad, y como si fuera poco, finge
ser todo lo contrario. Este sujeto totalmente consciente vive una farsa con un
único y firme objetivo: engañar a alguien para su beneficio material propio. Sirviéndose
de la candidez, de la ingenuidad, de la inexperiencia o la necesidad de la
persona a quien ha decidido estafar, este delincuente actúa acondicionando un
adecuado escenario para que cuando las circunstancias sean propicias concrete
su emboscada. Podría decirse que su modo habitual de existencia es vivir
aparentando a la espera de conseguir incautos. Es así que, junto al ya
mencionado egoísmo, aparece otra particularidad del estafador: la hipocresía.
El
estafador se disfrazará mostrando diversas apariencias con el propósito de
cubrir sus verdaderas intensiones. A menudo el embaucador adopta el estándar de hombre simpático, afable,
agradable, optimista, de actitud afectuosa. Se muestra como el clásico vendedor
de ilusiones. Sin embargo, es un embustero. Algunas otras veces se manifiesta
como el pobre tipo al que han perjudicado, al que le ha ido mal, al que nunca
le ha favorecido la suerte. Finalmente cuando ha logrado que el inocente que lo
escucha sienta lástima y compasión por él,
habrá ya caído en sus redes. El
estafador no parece ser ni la sombra de lo que es en realidad y por eso siempre
termina embaucando al incauto.
El
estafador no considera para nada el sufrimiento de quien va a defraudar. En
realidad, para él el otro es un tonto que merece ser engañado. El mundo,
piensa, es de los vivos y por sobre todas las cosas, él tiene que vivir. Si los
otros son los tontos, él no se apiada de ellos, la culpa no es de él. El
estafador es también un insensible.
El
fraudulento habitual es el prototipo del cazador inhumano y desalmado, traidor
agazapado, simulador artero, frío, calculador, ambicioso y vividor, ingrato,
que más allá del ropaje con que disimule sus intensiones, peregrina por el
mundo solo en función de captar pobres cándidos. Nada en su apariencia lo
delata. Su doblez o duplicidad recién queda evidenciada después de consumada la
estafa. Cual hábil ajedrecista, va ubicando sigilosamente y astutamente sus
piezas hasta que, sin dar ninguna oportunidad de defensa, sorprende al ingenuo
con un inesperado jaque mate: la estafa consumada.
Amy
Samantha Chávez Sánchez
2do
año “A” –Facultad de Derecho y Ciencias Políticas
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